El género es un accidente gramatical que sirve para indicarnos, entre otras cosas, que una palabra es masculina, femenina, o de género común (o sea que su forma sirve tanto para el masculino como para el femenino); en realidad, se trata de un recurso sintáctico del que dispone la lengua para expresar la concordancia.
De hecho, en el campo semántico de los nombres de profesión, que es en el que vamos a centrarnos, la mayor parte de los sustantivos castellanos pertenecen a uno de los dos grupos anteriores. Así, tenemos sustantivos con doble forma, o sea con una forma para el masculino y otra para el femenino (por ejemplo, el profesor, la profesora) y sustantivos con género común, o sea que comparten la misma forma para el masculino y el femenino (el oculista y la oculista).
Dentro del género común, podemos distinguir diferentes formas de formación, y es que aunque la mayor parte de estos sustantivos terminan en –a (véase si no la palabra artista o pediatra), también pueden hacerlo en consonante precedida de una vocal que no sea –o (como alférez, cónsul, fiscal, industrial...), en –e (conserje, jefe...), o empleando las terminaciones –ante, –ente como consecuencia de la sustantivación de un participio presente (presidente, residente, practicante...)[1].
En otros casos se utilizan nombres completamente distintos según una determinada profesión o actividad, por ejemplo, sea ejercida por un hombre o por una mujer: hablaremos en estos casos de “heteronimia”, y diremos un jinete, pero una amazona. Este recurso de emplear términos heterónimos es bastante utilizado para designar el sexo de los seres animados, de ahí que encontremos sin dificultad varias muestras de ello en nuestro lenguaje (hombre-mujer, caballo-yegua, vaca-toro...).
Uno de los cambios más importantes de nuestra época es, sin duda, la incorporación de las mujeres a los trabajos que tradicionalmente habían desempeñado los hombres. El lenguaje, como un aspecto más de la sociedad, no ha quedado al margen de ese cambio. Por ello, es cada vez más frecuente que exista una forma femenina para los nombres de profesión, incluso reflejada en el diccionario académico, donde abogado, catedrático, médico, diputado, ministro, mandatario, ingeniero, arquitecto, juez, edil, concejal, bedel, teniente, capitán, torero, fontanero, etc., aparecen ahora con su correspondiente femenino: abogada, catedrática, médica, diputada, ministra, mandataria, ingeniera, arquitecta, jueza, edila, concejala, bedela, tenienta, capitana, torera, fontanera, etc.
Es innegable, sin embargo, que nos encontramos todavía con una fuerte resistencia al cambio, y es que no debemos olvidar que en estas cuestiones no solo entran en juego factores propiamente lingüísticos, sino también cuestiones sociolingüísticas de todo tipo (políticas y culturales)[2].
Hay, por ejemplo, toda una serie de profesiones que si alguna vez ven formado su femenino será con cierta dificultad, independientemente de que muchas mujeres las ejerzan. Es el caso probablemente de *soldada, *pilota, *caba..., que coinciden con formas que tienen ya otro significado en la lengua o han sido, por otros motivos, tradicionalmente censuradas (soldada ‘sueldo’; pilota ‘presente de indicativo y de subjuntivo del verbo pilotar’; caba “no se dice caba, se dice quepa”). Seguramente, para casos como éstos los hablantes prefieran simplemente utilizar otros recursos como es el género común y decir, por ejemplo, que se trata de una mujer soldado, una mujer piloto, una mujer cabo (o la soldado, la piloto, la cabo).
Y tanto en la vida cotidiana como en los medios de comunicación encontramos todavía numerosos ejemplos en los que, más allá de estos casos en los que es el propio sistema de la lengua el que contribuye a dificultar su arraigo, se sigue prefiriendo el uso del género común en vez del femenino (El País, por ejemplo, se decanta por las formas Juez, edil o concejal, aduciendo que las terminaciones de estas palabras no son en realidad propias ni del masculino ni del femenino, sino representativas del género común) o incluso, seguramente sin conciencia, se producen a veces alternancias agramaticales (como ocurría en *la ex primer ministra [El País, 27-8-1977,1], que combinaba el determinante ordinal en masculino -primer- con el sustantivo núcleo en femenino -ministra-) o como mínimo chocantes: así, pese a que aparece en más de un artículo del diario El Mundo la palabra jueza, en una entrevista realizada por este mismo diario a Mercedes Calvo, titulada, paradójicamente, “Tengo el deber de ser feminista”, del 24-01-2002, se le formulaba la siguiente pregunta ¿Seguro que es usted una juez conservadora?, optando en esta ocasión por el género común.
Otras veces, sin embargo, esa resistencia, que alcanza reflejo también en los medios de comunicación, viene justificada porque los hablantes conservan en su mente anteriores usos de esa palabra que no se corresponden con nuestra realidad actual.
Sirva como ejemplo una cita del magnífico “Cajetín” que S. de Andrés Castellano dedica a “Arquitectas, ingenieras, ministras, obispas, toreras...”: a veces aún tenemos en la mente el otro uso que a lo mejor tenía y aún conserva esa forma femenina. Torera (...) poseía también el significado de ‘mujer liviana’.
O puede que la causa la encontremos en que antes también existían algunos términos como el de jueza, pero con otro referente, ya que entonces se aplicaba a la mujer del juez, y algo parecido pasaba con las presidentas, que eran las señoras (esposas) de los presidentes. Atendiendo a estos últimos ejemplos, no podemos decir que en realidad se hayan inventando nuevas palabras: lo que se ha hecho es darles un nuevo significado.
En general, podemos decir que hay una clara tendencia a utilizar y hasta sobrevalorar la forma masculina en detrimento de la femenina. En cuanto a las posibles causas, tal vez habría que buscarlas en diferentes y variados motivos: a veces porque los hablantes creen que la forma masculina es la más correcta o apropiada (quizás porque hasta ese momento ha sido la más utilizada y simplemente se han acostumbrado a ella, o porque piensan que igual no recogen estas nuevas formas los diccionarios, y pueden cometer una incorrección idiomática); otras veces, el motivo estriba, en que les “suenan mal” estos nuevos vocablos o, por el contrario, en que creen que la forma masculina, por alguna extraña razón que escapa a nuestro entendimiento, está dotada de una mayor fuerza y profesionalidad, y es, por tanto, digna de mayores honores y popularidad.
Aquellas personas que piensan así, simple y llanamente se están equivocando, y con ello dan la razón a aquellos que todavía piensan hoy en día que las mujeres no deben ocupar altos cargos o no tienen derecho a incorporarse con plenos derechos al mercado laboral.
El lenguaje tiene, en fin, que adaptarse a la realidad en que vivimos. Siempre ha sido así. Además, curiosamente y como contrapartida, tenemos el fenómeno inverso al que hemos descrito, y así términos como prostituta, modista, o cajera han encontrado sus correspondientes formas masculinas en prostituto, modisto, o cajero.
A su modo, el idioma está vivo también, muy vivo, y nos lo demuestra, entre otras cosas, de esta manera. Ahora podemos elegir: el que quiera que diga el-la juez, el-la ingeniero; pero el que lo desee que utilice las formas el juez-la jueza, el ingeniero-la ingeniera, dado que, pese a las discusiones (o precisamente por ellas), ambos usos conviven y ambos tienen razones para ser considerados, en principio, correctos.
Personalmente, creo, eso sí, que conviene generalizar el femenino a los nombres de profesiones o cargos cuando éstos son desempeñados por mujeres, lo que además es coherente con la tendencia actual de la RAE, perceptible en las dos últimas ediciones de su diccionario (1992, 2001). De ahí que el título que le he dado a este artículo haya sido: “En femenino, por favor”.
BIBLIOGRAFÍA
De Andrés Castellanos, Soledad: Arquitectas, ingenieras, ministras, obispas, toreras..., publicado en el “Cajetín de la Lengua”, Espéculo,
Díaz Salgado, Luis Carlos: El sexo de las nueces, publicado en el Diario de Andalucía, el 26 de febrero de 2000.
García Meseguer, Álvaro: ¿Es sexista la lengua española?, Paidós, Barcelona, 1994, 50-51. Reimpresión, 1996.
Lázaro Carreter, Fernando: El dardo en la palabra, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 1997, 612.
RAE: Ortografía de la Lengua Española, 1ª edición. Espasa Calpe, Madrid, 1999.
RAE: Diccionario de la lengua española, vigésima segunda edición, Espasa Calpe, Madrid, 2001.
Seco, Andrés y Ramos: Diccionario del español actual, Aguilar, Madrid, 1999.
Seco, Manuel: Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española, Espasa Calpe, Madrid, 1998, 354.
Vigara Tauste, Ana María.: Árbitra, “Cajetín de la lengua”, Espéculo, URL:
[1] En medicina, resultan particularmente abundantes los nombres de profesión formados por el sufijo –ista (anestesista, oculista, sicoanalista, dentista...), aunque tampoco hay que irse al lenguaje médico para encontrar esta terminación; véase si no: transportista, pianista, telefonista...
[2] Véase, si bien para cuestiones sobre todo ortográficas, el artículo “Ortografía, ideología: los nombres propios no castellanos en los medios de comunicación”, de A. M. Vigara Tauste, recogido en el núm.15 (2000) de Espéculo.
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