Relato de
Fabricio Ojeda Díaz
Perdidos en el Cajón de Arauca apureño
Foto / cortesía Juan Olivares
Definitivamente nos habíamos perdido. Tanto
río, tanta selva, tanto cielo, tanto sol, nos habían desorientado. Tanta agua
en una misma dirección. Tanto verde a ambos lados. Perdidos. Incluso el capitán
de la barcaza, por un misterio inexplicable, no podía responder esta simple
pregunta:
-¿Cuánto falta para llegar?
El hombre no sabía. Al parecer, primera vez que navegaba solo por el
bajo Apure. Atardecía y la gente en el bote se desesperaba. Eran citadinos sin
experiencia de navegación -algunos ni siquiera sabían nadar- y el trayecto que
creían de minutos ya llevaba dos horas sin llegar a ninguna parte.
La embarcación contaba con una pequeña curiara a motor, que decidimos
echar al agua para adelantarnos a investigar. Subimos el conductor de la
lancha, un colega periodista y yo, quienes nos adentramos por el río entre la
selva buscando un lugar poblado.
Habíamos recorrido al menos 20 minutos, entre la fuerza de la corriente
y el aullar de los monos, cuando avistamos una canoa detenida en un recodo
apacible del río. Nos acercamos, saludando.
-Buenas tardes, amigo.
-Buenas tardes. ¿Qué se les ofrece?-
respondió y preguntó el hombre flaco, de sombrero y barba canosa, que pescaba,
sosteniendo una vara como caña, sin dejar de mirar el horizonte.
-¿Dónde hay un pueblo por aqui?- le
consultamos, esperanzados, al ver que el solitario pescador andaba a fuerza de
remos.
-En esa lanchita a motor llegan en media hora
a San Pablo. O un poco más, porque están a contracorriente. Allá hay de todo.
Hasta tiene muelle- contestó nuestro amigo, con la vista fija, sin voltearse a
mirarnos siquiera.
-Ah bueno, gracias- le dijimos, mientras el
lanchero que nos llevaba, acercaba el bote lo más que podía y en silencio, para
confirmar una sospecha.
Pescando a ciegas en el Apure
Canoero al canalete por el Cajón de Arauca apureño
Foto www.reneabella.com
El viejo,
íngrimo y desgarbado, de pantalones arremangados y camisa abierta que dejaba
traslucir las costillas, tenía como ojos dos masas blancas que parecían
algodones y de nada le servían. Dos perlas secas, sin brillo.
Era ciego como una piedra y estaba allí
solo, en el río más grande de nuestros llanos, después del Orinoco, procurando
la comida sin más ayuda que una vara, un rollo de nylon, una canoa, dos remos,
el oído y el instinto de orientación.
No "veía", pero se ganaba la
vida, y ayudó a un grupo de extraviados que -con todos nuestros sentidos- no
podíamos encontrar el lugar que buscábamos impacientes desde hacía horas.
Garza real, estampa genuina de Apure- www.oocities.org
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