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lunes, 1 de septiembre de 2014

Francisco de Miranda en la pluma de José Pulido



En defensa del Precursor de la Independencia,
"El hijo de la panadera"






      Al comienzo de una tarde recalentada, me quedé mirando al blanco de orilla, culto y generoso, metido en la cárcel para siempre y me pareció que Francisco de Miranda estaría completamente empotrado en el olvido si Arturo Michelena no lo hubiese pintado. Qué cosa ¿no?. Fue hace un tiempo que escribí unas líneas fáciles de olvidar también. Una cosa leve, más bien.
La Carraca


      El pintor callejero está limpiando sus pinceles. Ha concluido otro Simón Bolívar. Esta vez le quedó flaquito y una de las botas parece ortopédica. Pero al fin le satisfacen los ojos del Padre de la Patria, quien en cuadros anteriores siempre le salía bizco. Ahora su mirada es seria y solemne: mirada de héroe. 
El pintor, de barba reseca cual pajonales de verano, habla solo y gesticula como si los peatones fueran sus interlocutores. Perfecciona una letanía para quien quiera escucharlo, mientras termina de guardar sus potes y se dispone a esperar que el río de gente traiga alguna persona interesada en comprar. 
    En la librería de enfrente, pegado en la vitrina, un afiche de gran formato reproduce el cuadro de Arturo Michelena, “Miranda en La Carraca”. Ahí está el Generalísimo en su calabozo, tal como Michelena se lo imaginó en 1896, un montón de años después de que el Precursor pagara los platos rotos del primer conato independentista. 
    La pierna izquierda se estira en la cama, la derecha cae al piso; la mano izquierda se apoya en un muslo y la derecha, sostiene en un puño la cara de Miranda, cuyos ojos parecen fundidos de tanto pensar. La oreja izquierda, perforada por un arete, le da un aire de actualidad al Generalísimo: podría decirse que es un turista europeo fastidiado por no haber hallado un mejor hotel. 
     El cuadro muestra, en una mesita, unos pocos libros. El taburete de mimbre, por alguna razón intangible, se queda bailoteando en la memoria.
¿Por qué los pintores de la calle, trovadores gráficos de la fe bolivariana, no pintan a Miranda? ¿Ignoran que Miranda era el presidente de la Sociedad Patriótica? A Miranda deberían pintarlo todos los artistas populares, porque aparte de traer avanzadas ideas revolucionarias del propio mercado de la revolución francesa, su discurso del 3 de julio de 1811 fue el último impulso dado para que se firmara el Acta de la Independencia.
      El 3 de julio de 1811, en el Congreso, pidió la palabra el diputado por El Pao, Francisco de Miranda, un anciano de melena blanca, que presidía la Sociedad Patriótica. Acto seguido lanzó un discurso categórico a favor de la independencia absoluta. Nada de independencias a medias o disimuladas. Ante tal planteamiento, el diputado llanero Ramón Ignacio Méndez se desgañitó, gritó, atacó las razones de Miranda, pero cuando vio que no tenía argumentos para vencer al Generalísimo, se le fue encima con intenciones de golpearlo. Menos mal que lo agarraron, porque le habría puesto un ojo morado al Precursor.
      A Miranda nunca lo han querido en Venezuela porque no es un salvador en el subconsciente del ciudadano venezolano. Cuando vino al país ya no tenía edad para trotar a campo traviesa como un caballero de lanza en ristre. En cambio Bolívar persistió en darle forma continental al país y salvarlo de todos los peligros que con tanta claridad intuyó. En la ligazón sentimental que tiene el venezolano con su historia, Bolívar era invencible, así no lo fuera; Bolívar era un hombre que no cometía errores, así los cometiera. En cambio Miranda quedó tatuado, en esa sentimentalidad, como un militar Casanova, que peleaba batallas exóticas y que en vez de cabezas enemigas coleccionaba libros y vellos púbicos.
      Esta época ¿cómo no reconocerlo? es gritona, la gente grita para acallar las razones del contrario, cada quién alborota expresando el tipo de país que quiere, sin tomar en cuenta la nación que sueña el otro ciudadano. De allí que Miranda no solamente parezca vigente por el arete posmoderno de la oreja izquierda: también se entiende con mayor nitidez lo que quiso decir con aquello de “¡Bochinche!¡bochinche!”. 
      Ahí está, recostado en su camastro de La Carraca. Suspendido en la eternidad, haciendo la cola para ver si el pueblo lo pinta. Al menos los más desharrapados tienen su oasis en la plaza Miranda. Que cuando El Silencio era un barrio, estaba rodeada por cuarenta y tres prostíbulos. Miles de vellos púbicos flotaban ajenos al Generalísimo.
Ahí está, el león viejo, condenado a muerte por el bochinche. La cara colocada en la repisa de un puño, los ojos decepcionados, y la boca como a punto de decir lo mismo que pronuncia el pintor de la calle, ante el gentío que pasa indiferente, en la calurosa tarde caraqueña:
-Qué ladilla…

   

                      









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